abril 11, 2010

La visita de María Elena Marqués


Los pocos centavos que Oscarito aportaba para la economía doméstica los ganaba ayudando a los habitantes de la vecindad con la ardua e indispensable tarea de tirar la basura. Tres veces por semana Oscar Elías, de apenas 10 años de edad, tocaba tímido y sigiloso las puertas de este pequeño rincón de la colonia Roma para recoger las varias bolsas de basura y llevarlas caminando hasta algún tiradero cercano.
Tenía mucho tiempo libre gracias a la decisión de Doña Karmen de no enviarlo a la escuela y brindarle una educación académica de tipo casero. Oscar pasaba gran parte del día haciendo mandados, vagando por las asoleadas calles con nombres de ciudades y deseando un montón de cosas a las que no tenía acceso por la falta de recursos económicos.

Patinaba algunas veces con unos patines prestados y se maravillaba, pelando sus grandes ojos cafés, al asomarse por las ventanas de los billares. Soñaba con poder jugar billar sabiendo que su madre lo prohibía terminantemente bajo el argumento de que era un vicio de vagos y malvivientes.
Otra de las cosas que hacían delirar al niño, eran las delicias que se asaban todas las noches en el anafre de Doña María, habitante de la vecindad que mantenía a sus tres hijos y al bueno para nada de su esposo vendiendo tacos de chorizo, chicharrón y costilla en salsa verde.
¡Chorizo! Ese maravilloso chorizo que se chamuscaba todas las noches sobre las brazas del carbón era el más oscuro objeto del deseo de Oscar. ¡Con mucha cebolla, cilantro y salsa!
La vida de este niño nunca fue normal; ya el hecho de que su madre y su padre estuvieran separados era una carga importante frente a la sociedad, carga que se hacía más pesada por la discriminación que todavía era mucha contra los "árabes".

Oscar Elías Léycegui Karam, hijo de Doña Karmen Karam Kuri y Don Enrique Léycegui Morales no tenía nada que ver con los dos niños Pérez que salían a jugar fútbol por las tardes, Melquiades Espino que tenía catorce años y vivía justo en la puerta contigua, Marcos Guerrero o su hermano Santiago. Oscar se veía diferente, pensaba diferente, vestía diferente y sabía perfectamente, a pesar de su corta edad, que era y siempre sería diferente a todos los demás.

Doña Karmen, como casi todos los mexicanos de ascendencia libanesa en aquellos años, optó por cambiar su apellido para poder conseguir empleo. La madre de Oscar, entonces, oscilaba entre llamarse Karmen Karam y Carmen Curiel, fenómeno que se enmarcaba perfectamente en la vida de rarezas del niño Oscar.

Durante muchos años el joven Léycegui no entendía muchas de las cosas que pasaban a su alrededor, no entendía porqué no tenía un padre, intentaba comprender cómo era posible que la perfección dinámico matemática del billar fuera aprovechada por los vagos y no por los científicos; y sobre todas las cosas, no entendía porqué la gente le daba dinero a su madre por sentarse a tomar un café y platicar.

Doña Carmen Curiel, además de ser colaboradora del periódico Excelsior, donde escribía sobre diversos temas sociales, culturales, esotéricos y políticos, recibía constantes visitas, casi todas de personajes famosos y adinerados que efectivamente le pagaban por tomar café y escuchar lo que tuviera que decir.

Lujosos automóviles llegaban a menudo desentonando con la decoración de la colonia. De estos descendían figuras torneadas envueltas en ropas elegantes que temerosas y apenadas se dirigían a la casa de Doña Karmen entre las miradas y los murmullos de los vecinos. A Oscar le gustaba este momento. Le gustaba mirar y ser parte de esa historia misteriosa que sucedía constantemente en la pequeña sala de su casa.

Cuando María Elena Marqués entró por primera vez, Oscar jugaba con unos pequeños carritos de madera en el piso de la habitación. Después dedujo que fue el sonido de los tacones lo que lo invitó a llevar su juego al pasillo y luego a la sala. Unos cuantos murmullos mientras el café humeaba, y luego la voz de su madre sonó como de costumbre, presagiando y augurando.

María Elena Marqués, la diva, era una clienta frecuente de Doña Carmen Curiel quien se dedicaba al extravagante oficio de leer el café.

En realidad Oscar no sabía que la señora Marielena era una famosa actriz, ni le importaba. De hecho desde el piso, donde jugaba, lo único que alcanzaba a ver con detalle eran sus prominentes piernas cubiertas por una larga falda y más de cerca aún, unos excitantes tobillos descubiertos y abrazados solamente por la pequeña cinta que subía del zapato.

La gente le pagaba a la madre de Oscar para que les tradujera lo que el café quería decirles. Él jugaba con sus carritos guardando su distancia, intentando ser tan místico como su madre, tan callado y sombrío como pudiera ser. Siempre extraño el niño alejado sin intentar llamar la atención o ser protagonista de la historia.

Lo más extraño, inescrutable y misterioso de la historia siempre fue el porqué precisamente cuando María Elena Marqués estaba con su madre, al niño Oscar, sin lugar a erros, se le iban los carritos entre las patas de las sillas y tenía que meterse bajo la mesa a buscarlos... Tal vez nunca lo sabremos.