septiembre 20, 2010

Regresé


Regresé después de algún tiempo a tus brazos amada mía, fui hoy a buscarme entre tu aliento amotinado y los torrentes calurosos que te recorren todo el tiempo.
Llegué ajeno a ti, otra vez como un extraño. Sorprendido me extravié mirándote a detalle y reconociendo tu rostro cambiante e inescrutable.
No estaba enterado de lo mucho que extrañaba tu perfume y tus colores llenos de la vida diaria.
Caminé por entre tus venas siguiendo el ritmo: corazón acelerado y marea que viene y va. Tus gritos eufóricos enunciados en mil bocas me fueron guiando desde la expectación hasta el placer profundo.
No estaba enterado tampoco de lo mucho que me esperaste, igual a lo tanto que extrañé tu cuerpo recibiéndome en su interior. Simplemente no sabía lo que existe entre nosotros, eso que supera toda dicha conocida o razón enunciada.
Me sentí perdido y ahora estoy cierto de que nunca más me encontraré si no es gracias a ti y contigo. Te huelo, te toco, te siento. Amo todo lo tuyo e incluso me entusiasma tu parte oscura y peligrosa.
Regresé a ti, Mercado de la Merced, compré mi vida en unas bolsas y encontré un destino desfilando entre los otros que se buscan dentro de ti.

septiembre 10, 2010

Trastorno sensorial



Desperté en una cama que no era la mía, me encontraba mirando un techo con esa textura de tirol que tanto odio porque me recuerda a la colación que ponían en las piñatas. Todo apuntaba a que sería otro día terrible lleno de paredes rasposas y caramelos duros.

Medité unos segundos sobre cómo frunciría el ceño durante las siguientes 16 horas e hice meditación sobre la actitud que tomaría para con quien sea que fuera el o la dueña de la cama en la que estaba. Me debatía entre no decir nada o decir cosas con toda la mala leche de la que soy capaz. Si, sería un muy mal día.

Respiré profundamente calculando la fuerza necesaria para quitarme las cobijas de encima con un movimiento brusco que advertiría de mi mal humor a mi desconocido anfitrión pero justo en ese instante algo sucedió. Seguía recostado en la cama, tapado hasta el cuello con la sobrecama de algodón y, lejos de encontrarme resentido con la vida, en mi rostro se dibujaba una incomprensible sonrisa. Sonreía frente al tirol.

Me costó varios minutos darme cuenta de la realidad. A pesar de que todas mis fuerzas estaban enfocadas a la sola idea de sufrir y hacer sufrir a los demás, mi cuerpo no me obedecía. Torrentes de endorfina recorrían mi ser y provocaban que, a pesar del terrible odio que sentía por la colación y sus referentes arquitectónicos, dentro de mí se gestara una cálida sensación de felicidad que lo cubría todo. La química de mi cuerpo me había traicionado y el estímulo que lo provocó se acentuaba con más fuerza alrededor de mi nariz.

¡Era ese olor! ¡Olor a pan tostado!

Entraron voladoras por mis orificios nasales esas minúsculas partículas paníferas inundando mi voluntad y fortaleza, acabando con toda sensación dolorosa e irritante. Era el olor de la mantequilla prisionera entre el bolillo y la placa metálica caliente. Grasa derritiéndose, chillando de placer al volverse una con la masa, penetrando los poros del pan.

Llegué a la cocina buscando el epicentro del aroma tan sólo para encontrarme con una nota bastante unisex que me indicaba, con varias faltas de ortografía y barbarismos, que me largara de esa casa a la brevedad posible. Además de que me fue imposible atribuir su autoría, me consternó sobremanera no encontrar ningún indicio del olor que lejos de desvanecerse, incrementaba. Sonreí sin quererlo, comenzaba a alarmarme el efecto que el pan tostado ejerce sobre mi estado de ánimo.

Salí convencido de que el aroma debía provenir de algún departamento vecino e intenté despotricar en monólogo sobre la pésima planeación en los ductos de ventilación del edificio, pero ese tremendo olor no me permitió más que un ligero levantamiento de hombros y un: "¡En fin!", seguido de un alarmante "Buenos Días", que no entiendo cómo ni porqué, le deseé a cierto viejito malacara que me miraba como si fuera el dueño del pasillo o del edificio entero.

Alarmante se volvió la situación cuando, gracias al olor que nuevamente se apoderó de mí, me encontré paralizado a la mitad del afamado Eje Central a la altura de República del Salvador. El bolillo tostado a la plancha con mantequilla se apoderó de mí nuevamente. No daba crédito, era imposible que ese olor llegará hasta mi nariz en una avenida repleta de dióxido de carbono y gases de alcantarilla. Busqué con la mirada una posible fuente, incluso llegué a pensar que la fragancia provenía de una tienda de perfumes ubicada en la acera de enfrente, pero nada pudo explicar lo que me sucedía.

Conforme transcurrió el día me di cuenta de que este olor me acompañaría indefinidamente. Percibí el pan a la mitad de la clase de tenis, mientras paseaba a Gudulup (mi perro), cuando peleaba por teléfono con algún burócrata, en la cola de las tortillas y sobretodo me invadió la mantequilla derretida cuando me acerqué a olfatear el tubo de oleo con el que el artista pintaba mi retrato. Como un verdadero imbecil sonreí todo el tiempo, fui amable y comprensivo. ¡Qué maldición!

Nunca entenderé porqué me persigue el olor a pan tostado y mucho menos el porqué me hace mejor ser humano. Lo único que se me ocurre creer es que todo forma parte de un plan que la vida tiene para mí.

Sueño con despertar en una cama mirando un maravilloso techo liso, saturado de ese mismo olor a bolillo tostado con mantequilla que viene de una cocina a la que me dirijo; sueño con encontrar a mis hijos sentados en la barra, sonriéndome mientras muerden su pan. Sueño contigo mujer, que me besas frente a la estufa y hueles a pan tostado y a pijamas lindas.

No encuentro otra explicación. Tarde o temprano ese pan que ahora me hace delirar terminará llevándome, con la misma sonrisa estúpida, hasta el sillón frente al televisor. Y me llenaré de migajas mientras desaparece la esencia del pan y la sala se impregna del olor que viene de la cabellera china de mi morenita chula. Pan con azúcar en una mañana de sol con mi familia, pan con chocolate y caricaturas japonesas, pan con mermelada y un poco de amor, como dice la canción.

Sonrío como idiota, huele a pan.



NOTA BENE:
Creo que odio la colación por pura envidia. Siempre quise ser una persona dulce pero al mismo tiempo duro e inquebrantable. Desde niño he deseado ser accesible, popular y sobre todas las cosas he anhelado la idea de salir de la oscuridad para volar por los aires y llegar a los brazos de alguien que me espera con ansia sin igual -trayecto de la colación desde el interior de la piñata hasta las manos del niño-.

julio 09, 2010

Fortuna

Detrás de las arrugas y las cataratas había una mirada llena de sabiduría que se posaba ahora en el rostro limpio, perfecto y casi infantil de la joven aprendiz. Habían saciado su apetito con los mejores tallarines de la lejana provincia y ahora degustaban un maravilloso té de los místicos plantíos orientales.
La gorda dueña del restaurante se aproximó para obsequiarles un par de galletas de la fortuna: Llega una edad en la que un hombre sólo puede darle dos cosas a una mujer: asco y dinero, leyó con trabajo el viejo maestro, mientras llegaba al entendimiento de que esto, nada tenía que ver con la ancestral sabiduría china y era una absoluta tontería.
La joven aprendiz, se despidió para regresar a su trabajo y dejó algunos dólares sobre la mesa, quedando solo el viejo maestro en aquel lugar, con una galleta rota y una fortuna escrita. Tomó el sabio los pedazos de harina endulzada y los guardó en la bolsa del pantalón para después llevarse el pequeño papel a la boca y degustarlo.

junio 19, 2010

Nacido del amor





I
-¡Déjenme besarlo! ¡Déjenme, antes de que se lo lleven!
Los policías apartaban al muchacho intentando no ser demasiado bruscos pero sin intensión alguna de ceder terreno mientras toda la gente que se había juntado y lo miraban, juzgándolo o compadeciéndose.
Sin duda era un personaje extraño en una circunstancia aún más extraña. Una gabardina de piel café, gruesas gafas y una enorme piedra roja fundida en un anillo coronaban su ya de por si poco común apariencia. Era alto, sobresalía varios centímetros de la turba de curiosos y apasionados, su larga y rubia melena se agitaba mientras insistía en luchar contra los uniformados. Sus lágrimas contagiaron a muchos otros que también comenzaron a llorar, tal vez sin saber porqué.
Patadas de desesperación incitaron murmullos y uno que otro grito que increpaba a los guardias para que lo soltaran. Por un momento la tensión llegó al límite entre los asistentes y varias personas estuvieron a punto de comenzar una trifulca alegando abuso de autoridad y falta de sensibilidad. Al final de cuentas ese muchacho bañado en lágrimas y dolor solamente pedía un beso de despedida.

II
Traté de no hacer caso a los comentarios terribles que la gente vomita todo el tiempo, sin saber siquiera porqué salen de su boca. Siempre que los compañeros de la escuela o cualquiera se refería a los putos, la verdad es que sentía como un golpe en el pecho aunque siempre fue mi tarea el no dejar que eso me sacara de mis casillas. Alguna que otra vez me enfrasqué en discusiones inútiles sobre el tema con individuos que hacían alarde de su grandísima intolerancia. Con el tiempo entendí, igual que mis padres, que eso era una pérdida de tiempo, ellos se reían cada vez que yo llegaba encabronado a la casa a contarles que algún norteño cualquiera había despotricado en contra de los "jotitos".
No me parecía a mis padres en absoluto, yo no era tan inteligente, no sentí nunca esa pasión arrebatadora por nada en la vida, no sé escribir ni una carta de amor, mi piel es blanca, mi cabello rubio y por si fuera poco no me gustan los hombres. No sé lo que se siente que tu amor esté prohibido y tener que esconderme para poder besarlo con pasión. Nunca sabré lo que se siente declarar al público que te gusta tu mismo sexo y tener que defenderme ante las agresiones de todo un país.
Mi vida fue mucho más sencilla que la de mis padres que decidieron casarse haciendo uso de las nuevas leyes que ahora se lo permitían, igual que las usaron para pedir a la cigüeña que les diera un hijo, aunque fuera güero.
No invitaron a la prensa ni a sus amigos. Solos se prometieron amor eterno frente a un juez que en palabras de mi padre Salvador "era medio pendejo". Siempre que recordaban el día de su boda mis padres se cagaban de la risa y hacían comentarios irónicos sobre la ley, la sociedad, y la sexualidad de la secretaria tartamuda de la delegación, que le pidió un autógrafo a mi padre el día de su boda.

-Hay señor Monsivais, ¿me dá su autógrafo? No tenía idea que usted era "de los otros". Fíjese que yo soñaba con pedirle que fuera usted mi novio.

III
Después de aporrear las rejas de la funeraria y gritar durante un buen rato, el joven había logrado captar la atención de varios reporteros que videogrababan a la distancia sus aspavientos, mientras que algunos más intrépidos se acercaban a preguntarle sobre su proceder. El joven los ignoró a todos con un desdén casi ofensivo.
Fue hasta que se acercó a la reja el gerente del lugar que las cosas cobraron un poco de sentido. Forzado por las preguntas del empleado y de algunos policías metiches, el joven tuvo que aceptar frente a todos, que era el hijo adoptivo de Carlos Monsivais y que deseaba despedirse de su padre, al que no había visto en muchos años.
Primero risas nerviosas, luego una incredulidad prematura y al final un forzado permiso para que el joven Oscar Monsivais Novo pudiera, con credencial de elector en mano, entrar a la sala donde se velaba a su padre.

IV
Salvador Novo, mi padre, era en realidad muy diferente a lo que todos lograron ver. Claro que era un ser lleno de dolor y por lo tanto se había fabricado una coraza de ironía y mala leche, pero conmigo era dulce y apapachador. Carlos siempre fue un hombre alegremente extraño, soñaba que volaba y al despertar lo hacía durante media hora antes de desayunar. Mi infancia fue maravillosa y llena de amor.
No quiero hablar de los motivos que nos llevaron a la separación, pero cuando Salvador murió, la relación se deterioró mucho y a pesar de mi corta edad, decidí alejarme de mi hogar y ver por la televisión como mi padre se hacía cada vez más famoso y por supuesto, más viejo.
Ellos dos narraron mi historia junto con todas las otras historias de esta ciudad y de esta vida corrosiva, escribieron en mí todo lo que no podían contarle a los intelectuales trasnochados ni a los fanáticos reciclados de las 3 generaciones que los leyeron.

V
Oscar besa el cristal que cubre al ataúd de su padre ante la mirada atónita de los presentes, casi todos burócratas de la cultura y uno que otro escritor que nunca leyó los libros de su padre.

VI
Por fin están juntos mis padres. Ya algún día los volveré a ver y montaré de nuevo la bicicleta que Salvador correteaba torpemente por el parque, me sentaré a ver los conciertos de Marilin Manson con Carlos en el sillón de la sala y los besaré antes de ir a dormir soñando los delirios de esta ciudad que fue su juguete favorito.
Mi padre se murió y mi padre también. Que en paz descansen.

abril 11, 2010

La visita de María Elena Marqués


Los pocos centavos que Oscarito aportaba para la economía doméstica los ganaba ayudando a los habitantes de la vecindad con la ardua e indispensable tarea de tirar la basura. Tres veces por semana Oscar Elías, de apenas 10 años de edad, tocaba tímido y sigiloso las puertas de este pequeño rincón de la colonia Roma para recoger las varias bolsas de basura y llevarlas caminando hasta algún tiradero cercano.
Tenía mucho tiempo libre gracias a la decisión de Doña Karmen de no enviarlo a la escuela y brindarle una educación académica de tipo casero. Oscar pasaba gran parte del día haciendo mandados, vagando por las asoleadas calles con nombres de ciudades y deseando un montón de cosas a las que no tenía acceso por la falta de recursos económicos.

Patinaba algunas veces con unos patines prestados y se maravillaba, pelando sus grandes ojos cafés, al asomarse por las ventanas de los billares. Soñaba con poder jugar billar sabiendo que su madre lo prohibía terminantemente bajo el argumento de que era un vicio de vagos y malvivientes.
Otra de las cosas que hacían delirar al niño, eran las delicias que se asaban todas las noches en el anafre de Doña María, habitante de la vecindad que mantenía a sus tres hijos y al bueno para nada de su esposo vendiendo tacos de chorizo, chicharrón y costilla en salsa verde.
¡Chorizo! Ese maravilloso chorizo que se chamuscaba todas las noches sobre las brazas del carbón era el más oscuro objeto del deseo de Oscar. ¡Con mucha cebolla, cilantro y salsa!
La vida de este niño nunca fue normal; ya el hecho de que su madre y su padre estuvieran separados era una carga importante frente a la sociedad, carga que se hacía más pesada por la discriminación que todavía era mucha contra los "árabes".

Oscar Elías Léycegui Karam, hijo de Doña Karmen Karam Kuri y Don Enrique Léycegui Morales no tenía nada que ver con los dos niños Pérez que salían a jugar fútbol por las tardes, Melquiades Espino que tenía catorce años y vivía justo en la puerta contigua, Marcos Guerrero o su hermano Santiago. Oscar se veía diferente, pensaba diferente, vestía diferente y sabía perfectamente, a pesar de su corta edad, que era y siempre sería diferente a todos los demás.

Doña Karmen, como casi todos los mexicanos de ascendencia libanesa en aquellos años, optó por cambiar su apellido para poder conseguir empleo. La madre de Oscar, entonces, oscilaba entre llamarse Karmen Karam y Carmen Curiel, fenómeno que se enmarcaba perfectamente en la vida de rarezas del niño Oscar.

Durante muchos años el joven Léycegui no entendía muchas de las cosas que pasaban a su alrededor, no entendía porqué no tenía un padre, intentaba comprender cómo era posible que la perfección dinámico matemática del billar fuera aprovechada por los vagos y no por los científicos; y sobre todas las cosas, no entendía porqué la gente le daba dinero a su madre por sentarse a tomar un café y platicar.

Doña Carmen Curiel, además de ser colaboradora del periódico Excelsior, donde escribía sobre diversos temas sociales, culturales, esotéricos y políticos, recibía constantes visitas, casi todas de personajes famosos y adinerados que efectivamente le pagaban por tomar café y escuchar lo que tuviera que decir.

Lujosos automóviles llegaban a menudo desentonando con la decoración de la colonia. De estos descendían figuras torneadas envueltas en ropas elegantes que temerosas y apenadas se dirigían a la casa de Doña Karmen entre las miradas y los murmullos de los vecinos. A Oscar le gustaba este momento. Le gustaba mirar y ser parte de esa historia misteriosa que sucedía constantemente en la pequeña sala de su casa.

Cuando María Elena Marqués entró por primera vez, Oscar jugaba con unos pequeños carritos de madera en el piso de la habitación. Después dedujo que fue el sonido de los tacones lo que lo invitó a llevar su juego al pasillo y luego a la sala. Unos cuantos murmullos mientras el café humeaba, y luego la voz de su madre sonó como de costumbre, presagiando y augurando.

María Elena Marqués, la diva, era una clienta frecuente de Doña Carmen Curiel quien se dedicaba al extravagante oficio de leer el café.

En realidad Oscar no sabía que la señora Marielena era una famosa actriz, ni le importaba. De hecho desde el piso, donde jugaba, lo único que alcanzaba a ver con detalle eran sus prominentes piernas cubiertas por una larga falda y más de cerca aún, unos excitantes tobillos descubiertos y abrazados solamente por la pequeña cinta que subía del zapato.

La gente le pagaba a la madre de Oscar para que les tradujera lo que el café quería decirles. Él jugaba con sus carritos guardando su distancia, intentando ser tan místico como su madre, tan callado y sombrío como pudiera ser. Siempre extraño el niño alejado sin intentar llamar la atención o ser protagonista de la historia.

Lo más extraño, inescrutable y misterioso de la historia siempre fue el porqué precisamente cuando María Elena Marqués estaba con su madre, al niño Oscar, sin lugar a erros, se le iban los carritos entre las patas de las sillas y tenía que meterse bajo la mesa a buscarlos... Tal vez nunca lo sabremos.

febrero 18, 2010

Preferencia sexual indefinida

Tengo que aceptar que me excité cuando miré a dos gigantes azules sostener relaciones sexuales apasionadamente.
Lo anterior me ha causado un gran conflicto de identidad sexual. Me pregunto si estaré enfermo... ¿Será una desviación catalogada? ¿Estaré sólo en este gusto culposo que me ocasionan los personajes de ficción que viven en el año 2154 en un planeta llamado pandora?
Hoy en la mañana fui a ver Avatar y me pareció una película espantosa, sin embargo he de aceptar que las nativas larguiruchas, flacas y azules me parecieron sexys... Madres, si me siento como el coleccionista de comics de los simpsons.

Mi vida, ¿te podrías poner tu disfraz de Avatar en la noche cuando llegue de la oficina?

febrero 17, 2010

Tensión dramática

¿Alguna vez han asistido a un concierto de la filarmónica justo después de atragantarse en un bufete de comida china?
El resultado de hacer lo anterior es que te da mucho sueño.

Antes de entrar, estuvimos haciendo la digestión sentados en las escaleras de entrada a la Ollín, fumando, tomando coca y comiendo chocolates (bueno, yo nadamás, él se comió unos cacahuates), entramos a la sala diez minutos antes de las seis y Alex se quiso sentar hasta adelante, segunda fila. Quería ver las manos del pianista de cerca.
Todo iba muy bien, las llamadas, los aplausos, la música... Todo hasta que el sueño comenzó a acecharme, lo sentí avanzar desde la boca del estómago, subiendo lentamente por mi pecho, ralentizando mi respiración, abriendo mi boca, relajando los músculos del cuello, cerrando mis ojos lenta e inadvertidamente.

Por ahí del segundo movimiento del primer concierto, osea veinte minutos después, el sopor ya era insoportable... Cabeceaba de lado a lado sin poder evitarlo y me llenaba de vergüenza al pensar que los que estaba sentados atrás se reirían de mi pobre cultura musical. Que por otra parte si cierto que es bien pobre.

No podía hacer nada, me concentraba, me estiraba, abría los ojos, me acomodaba en el asiento y nada, cuando me daba cuenta otra vez estaba despertando a la mitad de un arpegio o entre pausa y pausa. ¿Qué pensaría mi sobrino? ¿Se desilusionaría de mí? Y la gente, ¿qué dirán los asiduos a la música clásica? Por un momento imaginé (o soñé) que me sacaban a patadas por deshonrar la memoria de Brahams, roncando entre el segundo y el tercer movimiento de su concierto para piano y orquesta No 1 en re menor, Op. 15.

Fue entonces cuando sucedió lo inesperado: Casi al final del Adagio, la última violinista sentada en la fila de los "primeros violines" comenzó a toser ligera pero constante mente sin poder detenerse. Dejó de tocar y comenzó a cubrirse la boca no por un sentido de salubridad pública sino tratando de acallar el sonido agudo y penetrante de su garganta descompuesta.

Valeri Nepomniaschi violinista contratada por el Gobierno del Distrito Federal para tocar en la Orquesta Filarmónica de la entidad, que además es homónima de una jugadora de fútbol de la selección rusa, tosía y se ponía cada vez más roja sin poder detenerse. Las miradas del público se centraron en ella, después las de sus compañeros y por último la del director que justo en ese momento conducía a los músicos por entre las notas más plácidas y calmadas de todo el concierto. Todos pianissimo y la rusa increchendo.

Vaya momento de tensión, de verdad la mujer no podía respirar y los idiotas a su alrededor seguían tocando sin hacer nada. En cualquier momento el director se detendría para pedir ayuda, o tal vez alguien del público subiría a golpearle la espalda.

Y nada, se le quitó la tos y de inmediato volvió a tocar, enrojecida, casi morada.
Lo que pudo ser una noticia internacional que coronara los encabezados de los diarios Rusos, terminó en la cosa más trivial del mundo, que seguramente fue motivo de una pequeña charla de 5 minutos en los camerinos y hasta ahí.

Pero para mí fue diferente, lo que le pasó a la señorita Nepomniaschi, para mí fue la prueba de que la tensión dramática funciona en todos los casos. No volví a cabecear en lo que restó del concierto de Brahms y todavía nos chutamos otro enterito de Schumann.

Ritmo cardiaco ligeramente acelerado, adrenalina en el torrente sanguíneo, sentidos alertas, actividad neuronal intensa, respiración acelerada, mejor oxigenación. Todo eso en unos instantes d tensión.

febrero 16, 2010

La comida china en el 2010.

Salí del metro chabacano el jueves pasado con dirección a mi nuevo hogar, todavía reconociendo las fachadas, las calles, los puestos y a las personas. No he llegado al punto de integración con mis rutas cotidianas en el que pueda concentrarme en mis pensamientos y caminar en automático, todavía mi atención le pertenece a la calle.
Avancé apenas unos veinte metros mientras miraba, como siempre lo hago, al interior de todos los puestos de comida que se me cruzan en el camino cuando pude ver un espectáculo maravilloso que capturó de inmediato mi atención.
Me detuve de golpe frente a un puesto blanco de lámina del que colgaban algunas cartulinas naranjas anunciando "comida china", "arroz frito" y "deliciosos rollos primavera". Dentro del puesto un chino joven, un wok gigante, arroz, algunos guisados y mogollón de rollitos. Afuera, sentada en un banco alto, una señora que portaba uniforme de "servicio de limpieza empresarial" comía con palillos algo de arroz frito y lo que parecía ser un delicioso guiso de pollo con verduras.
Con una sonrisa estúpida en el rostro, levanté la mano ligeramente y saludé al chino que sin dudarlo un instante, sonrió de vuelta y dijo con un claro acento de no más de seis meses en el país, la palabra más maravillosa que he escuchado de un oriental:

- ¡Pásele!

No pude más que pasarle, era imposible no hacerlo.
Sin darse cuenta, ese chino había penetrado en lo más profundo de la cultura alimenticia de la ciudad. Con una sola palabra mal empleada me dio a entender que sabía lo que hacía. No dijo "acérquese" ni "buenas tardes", dijo "pásele" sabiendo perfectamente que no hay ningún lugar a donde pasar. Demostró ser un conocedor de las artes de la comida callejera.
Pasé y compré un par de rollitos primavera mismos que me sugirió, con un pésimo español, aderezara con una salsa agridulce que la señora de la limpieza me pasó al instante. Le di las gracias y la miré agacharse de vuelta sobre su plato, así como se encorva uno para poder comer pancita o birria sin que se caiga.

Los devoré mientras caminaba a la casa, estaban bastante buenos y tenían un sabor fuerte a jengibre que denotaba que este hombre no llevaba mucho tiempo cocinando en el D.F.. Los cocineros chinos (y de otros lados también) en el extranjero dejan de preparar las cosas de manera tradicional y tienden a limitarse a los ingredientes más populares en la cultura donde se encuentran.
Creo que tendré que ir pronto otra vez, antes de que la opinión popular lo obligue a preparar masa con salsa agridulce, antes de que se encuentren puestos de comida china en cada esquina, antes de que la gente deje los tacos por el chop suey, antes de que los chinos vendan tacos de costillitas con arroz frito y los taqueros le pongan salsa agridulce al pastor, antes de que encuentre a un grupo albañiles sentados en el camellón tomando té de jazmín y que las familias de limosneros pidan "pa´un wong tong".
Llámenme loco pero estoy completamente seguro de que una nueva era se aproxima, ya miro los artículos sospechosistas donde se denunciará la desaparición de los patos del lago de chapultepec y los comerciales de productos "anti bacterianos" que usarán la imagen de los niños comiendo chow mein sin lavarse las manos atendidos por un chino sudoroso en un puesto insalubre. Imagino las miles de maneras en que se mezclará la soja con el maíz y crearán los nuevos platillos que dentro de 100 años aparecerán en los comerciales de televisa para el tricentenario de la revolución alardeando que son "orgullosamente mexicanos".
Mañana desayunaré con el chino y preguntaré su nombre, le sugeriré que a todos los clientes les diga güeros y al final le diré

谢谢 carnal.