abril 15, 2011

Síndrome de abstinencia.

En este momento lo único que viene a mi mente es el sabor de una quesadilla sumergida en aceite rellena de chicharrón prensado con quesillo... Puta Madre!

Qué difícil es ponerse a dieta para alguien con esta personalidad tan adictiva. Sin lugar a duda soy un comedor compulsivo, o mejor dicho obsesivo y compulsivo. A lo largo de casi 30 años he desarrollado una terrible adicción a la comida que todo el tiempo me mantiene entre los festines obscenos y la culpa demoledora. Como porque estoy ansioso y estoy ansioso porque soy infeliz, esa siempre ha sido la fórmula bajo la cual ha funcionado mi aparato digestivo y mediante la cual se ha configurado mi dieta.

Todavía no alcanzo a reconocer del todo, los estados emocionales que detonan mi obsesión hacia la comida, lo único que entiendo es que están estrechamente ligados. Comprendo a la perfección a aquellos adictos a las drogas o alcohólicos crónicos que describen un círculo vicioso sin fin. Como demasiado - estoy "gordo y feo" - soy infeliz - como más.

Comida - frustración - auto conmiseración - comida--- Simple y claro.

Hoy intento nuevamente acercarme a un régimen alimenticio que me lleve a romper con este ciclo que vengo arrastrando desde que nací. La verdad es que nunca he sabido lo que es SENTIRSE delgado. Y hago énfasis en el hecho de que nunca me he SENTIDO delgado porque cuando tenía 17 años realmente estaba en un muy buen peso y me veía saludable, pero en aquel momento, igual que en este y en todos los demás, siempre me sentí mal con mi cuerpo.

Mucha gente me ha dicho que tengo una percepción equivocada de mi físico y que yo me veo lonjas donde sólo hay lonjitas y cosas por el estilo, pero la verdad es que nunca he podido alejarme de la idea de que estoy gordo. Sea porque es la verdad o porque el constructo social de la gordura se ha apoderado de mí, no lo sé.

Quiero intentar una nueva forma de vida donde pueda ser mucho más feliz. Creo que hoy tengo herramientas que antes no tenía y por sobre todas las cosas, creo que hoy no estoy sólo en este empresa.

Comprendo que este trastorno físico, mental y espiritual no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad ni con las ganas que le ponga sino con la entrega de mi voluntad a poderes más grandes que el mío, al igual que reconozco que mi problema con la comida es más grande que yo.

Quiero dejar de ser un esclavo condenado a actuar compulsivamente frente al placer y sobretodo frente al dolor.

Hoy quiero enfrentarme de otra forma al mismo problema de siempre, quiero pedirle ayuda a Dios y a todos los seres humanos que me puedan ayudar.

Para la gente normal, esto de las dietas y subir y bajar de peso es un tema que generalmente se toma a la ligera. Los gordos somos parte de un acuerdo social muy claro ahora para mí, el mismo acuerdo con el que se suscribieron conceptos absurdos como la "autoestima" y la "seguridad en uno mismo".

Antes fui un hombre seguro de mí, antes fui un arrogante con "sobre estima", antes fui autosuficiente y muy chingón... Ahora quiero ser uno más en la lista de personas normales, sentirme bien y tratar de adaptarme a esta vida a la que siempre he visto como una circunstancia ajena a mí.

Nunca me imaginé que la respuesta estaba dentro de mí pero que yo, por mi mismo, no podría llevarla a la práctica.

marzo 11, 2011

Japón y El Infierno

Cosas como el terremoto de Japón hacen que me cuestione si elegí bien mi profesión.

Cientos de personas muertas, miles heridos, miles que perdieron todo en unos minutos. Habrá cuadrillas de rescate de todo el mundo. Irán y vendrán doctores, enfermeras, paramédicos, rescatistas, bomberos, cocineros, ingenieros químicos, geólogos, estudiosos del mar, biólogos y periodistas.

Después vendrán e irán políticos, abogados, ingenieros, arquitectos, topógrafos, más doctores, urbanistas, restauradores, agrónomos, sociólogos, filósofos, cantantes... Muchos tratarán de sacar provecho de la desgracia de los Japoneses, pero la mayoría salvarán vidas, restaurarán casas, escuelas y museos, purificarán el agua, establecerán nuevas reglas de convivencia. Muchos saquearán pero la mayoría llevará comida y medicinas.

Y mientras eso pasa el director de un comercial de televisión en México no acaba de decidir si debe poner la lata de refresco a la izquierda o a la derecha de cuadro.

Me da miedo morirme en un Tsunami o aplastado por las vigas que sostienen mi propio techo. Me aterroriza la idea de perder a toda mi familia y quedar sólo, buscando algo qué comer en la calle, con mucha sed. Pero ante todas las cosas, el pavor me invade cuando me doy cuenta de que todo eso sucede mientras yo paso horas sentado frente a una computadora, obedeciendo órdenes de alguien que crea y desarrolla mensajes para vender productos a la gente basándose en el miedo. Que mi vida se delimita al consumo, que nada de lo que hago es real ni afecta directamente la vida de las personas (gracias a dios). Mi trabajo es aire, mi vida se convierte en aire.

¿Estoy muerto? ¿Es este perpetuo estado de insignificancia y trivialidad el infierno prometido?

Estoy en el infierno. Mi pecado fue la vanidad y la soberbia, quería ser escuchado. Y ahora todas mis palabras quedan mudas al no tener nada que decirle a la gente que sufre de verdad. Mi pecado es querer que todos me vean y por eso perder de vista todas las cosas que importan en este mundo.

Sí, este es el infierno, y se transmite por todos los canales en el mejor horario.

¡NO SE LO PIERDA!

septiembre 20, 2010

Regresé


Regresé después de algún tiempo a tus brazos amada mía, fui hoy a buscarme entre tu aliento amotinado y los torrentes calurosos que te recorren todo el tiempo.
Llegué ajeno a ti, otra vez como un extraño. Sorprendido me extravié mirándote a detalle y reconociendo tu rostro cambiante e inescrutable.
No estaba enterado de lo mucho que extrañaba tu perfume y tus colores llenos de la vida diaria.
Caminé por entre tus venas siguiendo el ritmo: corazón acelerado y marea que viene y va. Tus gritos eufóricos enunciados en mil bocas me fueron guiando desde la expectación hasta el placer profundo.
No estaba enterado tampoco de lo mucho que me esperaste, igual a lo tanto que extrañé tu cuerpo recibiéndome en su interior. Simplemente no sabía lo que existe entre nosotros, eso que supera toda dicha conocida o razón enunciada.
Me sentí perdido y ahora estoy cierto de que nunca más me encontraré si no es gracias a ti y contigo. Te huelo, te toco, te siento. Amo todo lo tuyo e incluso me entusiasma tu parte oscura y peligrosa.
Regresé a ti, Mercado de la Merced, compré mi vida en unas bolsas y encontré un destino desfilando entre los otros que se buscan dentro de ti.

septiembre 10, 2010

Trastorno sensorial



Desperté en una cama que no era la mía, me encontraba mirando un techo con esa textura de tirol que tanto odio porque me recuerda a la colación que ponían en las piñatas. Todo apuntaba a que sería otro día terrible lleno de paredes rasposas y caramelos duros.

Medité unos segundos sobre cómo frunciría el ceño durante las siguientes 16 horas e hice meditación sobre la actitud que tomaría para con quien sea que fuera el o la dueña de la cama en la que estaba. Me debatía entre no decir nada o decir cosas con toda la mala leche de la que soy capaz. Si, sería un muy mal día.

Respiré profundamente calculando la fuerza necesaria para quitarme las cobijas de encima con un movimiento brusco que advertiría de mi mal humor a mi desconocido anfitrión pero justo en ese instante algo sucedió. Seguía recostado en la cama, tapado hasta el cuello con la sobrecama de algodón y, lejos de encontrarme resentido con la vida, en mi rostro se dibujaba una incomprensible sonrisa. Sonreía frente al tirol.

Me costó varios minutos darme cuenta de la realidad. A pesar de que todas mis fuerzas estaban enfocadas a la sola idea de sufrir y hacer sufrir a los demás, mi cuerpo no me obedecía. Torrentes de endorfina recorrían mi ser y provocaban que, a pesar del terrible odio que sentía por la colación y sus referentes arquitectónicos, dentro de mí se gestara una cálida sensación de felicidad que lo cubría todo. La química de mi cuerpo me había traicionado y el estímulo que lo provocó se acentuaba con más fuerza alrededor de mi nariz.

¡Era ese olor! ¡Olor a pan tostado!

Entraron voladoras por mis orificios nasales esas minúsculas partículas paníferas inundando mi voluntad y fortaleza, acabando con toda sensación dolorosa e irritante. Era el olor de la mantequilla prisionera entre el bolillo y la placa metálica caliente. Grasa derritiéndose, chillando de placer al volverse una con la masa, penetrando los poros del pan.

Llegué a la cocina buscando el epicentro del aroma tan sólo para encontrarme con una nota bastante unisex que me indicaba, con varias faltas de ortografía y barbarismos, que me largara de esa casa a la brevedad posible. Además de que me fue imposible atribuir su autoría, me consternó sobremanera no encontrar ningún indicio del olor que lejos de desvanecerse, incrementaba. Sonreí sin quererlo, comenzaba a alarmarme el efecto que el pan tostado ejerce sobre mi estado de ánimo.

Salí convencido de que el aroma debía provenir de algún departamento vecino e intenté despotricar en monólogo sobre la pésima planeación en los ductos de ventilación del edificio, pero ese tremendo olor no me permitió más que un ligero levantamiento de hombros y un: "¡En fin!", seguido de un alarmante "Buenos Días", que no entiendo cómo ni porqué, le deseé a cierto viejito malacara que me miraba como si fuera el dueño del pasillo o del edificio entero.

Alarmante se volvió la situación cuando, gracias al olor que nuevamente se apoderó de mí, me encontré paralizado a la mitad del afamado Eje Central a la altura de República del Salvador. El bolillo tostado a la plancha con mantequilla se apoderó de mí nuevamente. No daba crédito, era imposible que ese olor llegará hasta mi nariz en una avenida repleta de dióxido de carbono y gases de alcantarilla. Busqué con la mirada una posible fuente, incluso llegué a pensar que la fragancia provenía de una tienda de perfumes ubicada en la acera de enfrente, pero nada pudo explicar lo que me sucedía.

Conforme transcurrió el día me di cuenta de que este olor me acompañaría indefinidamente. Percibí el pan a la mitad de la clase de tenis, mientras paseaba a Gudulup (mi perro), cuando peleaba por teléfono con algún burócrata, en la cola de las tortillas y sobretodo me invadió la mantequilla derretida cuando me acerqué a olfatear el tubo de oleo con el que el artista pintaba mi retrato. Como un verdadero imbecil sonreí todo el tiempo, fui amable y comprensivo. ¡Qué maldición!

Nunca entenderé porqué me persigue el olor a pan tostado y mucho menos el porqué me hace mejor ser humano. Lo único que se me ocurre creer es que todo forma parte de un plan que la vida tiene para mí.

Sueño con despertar en una cama mirando un maravilloso techo liso, saturado de ese mismo olor a bolillo tostado con mantequilla que viene de una cocina a la que me dirijo; sueño con encontrar a mis hijos sentados en la barra, sonriéndome mientras muerden su pan. Sueño contigo mujer, que me besas frente a la estufa y hueles a pan tostado y a pijamas lindas.

No encuentro otra explicación. Tarde o temprano ese pan que ahora me hace delirar terminará llevándome, con la misma sonrisa estúpida, hasta el sillón frente al televisor. Y me llenaré de migajas mientras desaparece la esencia del pan y la sala se impregna del olor que viene de la cabellera china de mi morenita chula. Pan con azúcar en una mañana de sol con mi familia, pan con chocolate y caricaturas japonesas, pan con mermelada y un poco de amor, como dice la canción.

Sonrío como idiota, huele a pan.



NOTA BENE:
Creo que odio la colación por pura envidia. Siempre quise ser una persona dulce pero al mismo tiempo duro e inquebrantable. Desde niño he deseado ser accesible, popular y sobre todas las cosas he anhelado la idea de salir de la oscuridad para volar por los aires y llegar a los brazos de alguien que me espera con ansia sin igual -trayecto de la colación desde el interior de la piñata hasta las manos del niño-.

julio 09, 2010

Fortuna

Detrás de las arrugas y las cataratas había una mirada llena de sabiduría que se posaba ahora en el rostro limpio, perfecto y casi infantil de la joven aprendiz. Habían saciado su apetito con los mejores tallarines de la lejana provincia y ahora degustaban un maravilloso té de los místicos plantíos orientales.
La gorda dueña del restaurante se aproximó para obsequiarles un par de galletas de la fortuna: Llega una edad en la que un hombre sólo puede darle dos cosas a una mujer: asco y dinero, leyó con trabajo el viejo maestro, mientras llegaba al entendimiento de que esto, nada tenía que ver con la ancestral sabiduría china y era una absoluta tontería.
La joven aprendiz, se despidió para regresar a su trabajo y dejó algunos dólares sobre la mesa, quedando solo el viejo maestro en aquel lugar, con una galleta rota y una fortuna escrita. Tomó el sabio los pedazos de harina endulzada y los guardó en la bolsa del pantalón para después llevarse el pequeño papel a la boca y degustarlo.

junio 19, 2010

Nacido del amor





I
-¡Déjenme besarlo! ¡Déjenme, antes de que se lo lleven!
Los policías apartaban al muchacho intentando no ser demasiado bruscos pero sin intensión alguna de ceder terreno mientras toda la gente que se había juntado y lo miraban, juzgándolo o compadeciéndose.
Sin duda era un personaje extraño en una circunstancia aún más extraña. Una gabardina de piel café, gruesas gafas y una enorme piedra roja fundida en un anillo coronaban su ya de por si poco común apariencia. Era alto, sobresalía varios centímetros de la turba de curiosos y apasionados, su larga y rubia melena se agitaba mientras insistía en luchar contra los uniformados. Sus lágrimas contagiaron a muchos otros que también comenzaron a llorar, tal vez sin saber porqué.
Patadas de desesperación incitaron murmullos y uno que otro grito que increpaba a los guardias para que lo soltaran. Por un momento la tensión llegó al límite entre los asistentes y varias personas estuvieron a punto de comenzar una trifulca alegando abuso de autoridad y falta de sensibilidad. Al final de cuentas ese muchacho bañado en lágrimas y dolor solamente pedía un beso de despedida.

II
Traté de no hacer caso a los comentarios terribles que la gente vomita todo el tiempo, sin saber siquiera porqué salen de su boca. Siempre que los compañeros de la escuela o cualquiera se refería a los putos, la verdad es que sentía como un golpe en el pecho aunque siempre fue mi tarea el no dejar que eso me sacara de mis casillas. Alguna que otra vez me enfrasqué en discusiones inútiles sobre el tema con individuos que hacían alarde de su grandísima intolerancia. Con el tiempo entendí, igual que mis padres, que eso era una pérdida de tiempo, ellos se reían cada vez que yo llegaba encabronado a la casa a contarles que algún norteño cualquiera había despotricado en contra de los "jotitos".
No me parecía a mis padres en absoluto, yo no era tan inteligente, no sentí nunca esa pasión arrebatadora por nada en la vida, no sé escribir ni una carta de amor, mi piel es blanca, mi cabello rubio y por si fuera poco no me gustan los hombres. No sé lo que se siente que tu amor esté prohibido y tener que esconderme para poder besarlo con pasión. Nunca sabré lo que se siente declarar al público que te gusta tu mismo sexo y tener que defenderme ante las agresiones de todo un país.
Mi vida fue mucho más sencilla que la de mis padres que decidieron casarse haciendo uso de las nuevas leyes que ahora se lo permitían, igual que las usaron para pedir a la cigüeña que les diera un hijo, aunque fuera güero.
No invitaron a la prensa ni a sus amigos. Solos se prometieron amor eterno frente a un juez que en palabras de mi padre Salvador "era medio pendejo". Siempre que recordaban el día de su boda mis padres se cagaban de la risa y hacían comentarios irónicos sobre la ley, la sociedad, y la sexualidad de la secretaria tartamuda de la delegación, que le pidió un autógrafo a mi padre el día de su boda.

-Hay señor Monsivais, ¿me dá su autógrafo? No tenía idea que usted era "de los otros". Fíjese que yo soñaba con pedirle que fuera usted mi novio.

III
Después de aporrear las rejas de la funeraria y gritar durante un buen rato, el joven había logrado captar la atención de varios reporteros que videogrababan a la distancia sus aspavientos, mientras que algunos más intrépidos se acercaban a preguntarle sobre su proceder. El joven los ignoró a todos con un desdén casi ofensivo.
Fue hasta que se acercó a la reja el gerente del lugar que las cosas cobraron un poco de sentido. Forzado por las preguntas del empleado y de algunos policías metiches, el joven tuvo que aceptar frente a todos, que era el hijo adoptivo de Carlos Monsivais y que deseaba despedirse de su padre, al que no había visto en muchos años.
Primero risas nerviosas, luego una incredulidad prematura y al final un forzado permiso para que el joven Oscar Monsivais Novo pudiera, con credencial de elector en mano, entrar a la sala donde se velaba a su padre.

IV
Salvador Novo, mi padre, era en realidad muy diferente a lo que todos lograron ver. Claro que era un ser lleno de dolor y por lo tanto se había fabricado una coraza de ironía y mala leche, pero conmigo era dulce y apapachador. Carlos siempre fue un hombre alegremente extraño, soñaba que volaba y al despertar lo hacía durante media hora antes de desayunar. Mi infancia fue maravillosa y llena de amor.
No quiero hablar de los motivos que nos llevaron a la separación, pero cuando Salvador murió, la relación se deterioró mucho y a pesar de mi corta edad, decidí alejarme de mi hogar y ver por la televisión como mi padre se hacía cada vez más famoso y por supuesto, más viejo.
Ellos dos narraron mi historia junto con todas las otras historias de esta ciudad y de esta vida corrosiva, escribieron en mí todo lo que no podían contarle a los intelectuales trasnochados ni a los fanáticos reciclados de las 3 generaciones que los leyeron.

V
Oscar besa el cristal que cubre al ataúd de su padre ante la mirada atónita de los presentes, casi todos burócratas de la cultura y uno que otro escritor que nunca leyó los libros de su padre.

VI
Por fin están juntos mis padres. Ya algún día los volveré a ver y montaré de nuevo la bicicleta que Salvador correteaba torpemente por el parque, me sentaré a ver los conciertos de Marilin Manson con Carlos en el sillón de la sala y los besaré antes de ir a dormir soñando los delirios de esta ciudad que fue su juguete favorito.
Mi padre se murió y mi padre también. Que en paz descansen.

abril 11, 2010

La visita de María Elena Marqués


Los pocos centavos que Oscarito aportaba para la economía doméstica los ganaba ayudando a los habitantes de la vecindad con la ardua e indispensable tarea de tirar la basura. Tres veces por semana Oscar Elías, de apenas 10 años de edad, tocaba tímido y sigiloso las puertas de este pequeño rincón de la colonia Roma para recoger las varias bolsas de basura y llevarlas caminando hasta algún tiradero cercano.
Tenía mucho tiempo libre gracias a la decisión de Doña Karmen de no enviarlo a la escuela y brindarle una educación académica de tipo casero. Oscar pasaba gran parte del día haciendo mandados, vagando por las asoleadas calles con nombres de ciudades y deseando un montón de cosas a las que no tenía acceso por la falta de recursos económicos.

Patinaba algunas veces con unos patines prestados y se maravillaba, pelando sus grandes ojos cafés, al asomarse por las ventanas de los billares. Soñaba con poder jugar billar sabiendo que su madre lo prohibía terminantemente bajo el argumento de que era un vicio de vagos y malvivientes.
Otra de las cosas que hacían delirar al niño, eran las delicias que se asaban todas las noches en el anafre de Doña María, habitante de la vecindad que mantenía a sus tres hijos y al bueno para nada de su esposo vendiendo tacos de chorizo, chicharrón y costilla en salsa verde.
¡Chorizo! Ese maravilloso chorizo que se chamuscaba todas las noches sobre las brazas del carbón era el más oscuro objeto del deseo de Oscar. ¡Con mucha cebolla, cilantro y salsa!
La vida de este niño nunca fue normal; ya el hecho de que su madre y su padre estuvieran separados era una carga importante frente a la sociedad, carga que se hacía más pesada por la discriminación que todavía era mucha contra los "árabes".

Oscar Elías Léycegui Karam, hijo de Doña Karmen Karam Kuri y Don Enrique Léycegui Morales no tenía nada que ver con los dos niños Pérez que salían a jugar fútbol por las tardes, Melquiades Espino que tenía catorce años y vivía justo en la puerta contigua, Marcos Guerrero o su hermano Santiago. Oscar se veía diferente, pensaba diferente, vestía diferente y sabía perfectamente, a pesar de su corta edad, que era y siempre sería diferente a todos los demás.

Doña Karmen, como casi todos los mexicanos de ascendencia libanesa en aquellos años, optó por cambiar su apellido para poder conseguir empleo. La madre de Oscar, entonces, oscilaba entre llamarse Karmen Karam y Carmen Curiel, fenómeno que se enmarcaba perfectamente en la vida de rarezas del niño Oscar.

Durante muchos años el joven Léycegui no entendía muchas de las cosas que pasaban a su alrededor, no entendía porqué no tenía un padre, intentaba comprender cómo era posible que la perfección dinámico matemática del billar fuera aprovechada por los vagos y no por los científicos; y sobre todas las cosas, no entendía porqué la gente le daba dinero a su madre por sentarse a tomar un café y platicar.

Doña Carmen Curiel, además de ser colaboradora del periódico Excelsior, donde escribía sobre diversos temas sociales, culturales, esotéricos y políticos, recibía constantes visitas, casi todas de personajes famosos y adinerados que efectivamente le pagaban por tomar café y escuchar lo que tuviera que decir.

Lujosos automóviles llegaban a menudo desentonando con la decoración de la colonia. De estos descendían figuras torneadas envueltas en ropas elegantes que temerosas y apenadas se dirigían a la casa de Doña Karmen entre las miradas y los murmullos de los vecinos. A Oscar le gustaba este momento. Le gustaba mirar y ser parte de esa historia misteriosa que sucedía constantemente en la pequeña sala de su casa.

Cuando María Elena Marqués entró por primera vez, Oscar jugaba con unos pequeños carritos de madera en el piso de la habitación. Después dedujo que fue el sonido de los tacones lo que lo invitó a llevar su juego al pasillo y luego a la sala. Unos cuantos murmullos mientras el café humeaba, y luego la voz de su madre sonó como de costumbre, presagiando y augurando.

María Elena Marqués, la diva, era una clienta frecuente de Doña Carmen Curiel quien se dedicaba al extravagante oficio de leer el café.

En realidad Oscar no sabía que la señora Marielena era una famosa actriz, ni le importaba. De hecho desde el piso, donde jugaba, lo único que alcanzaba a ver con detalle eran sus prominentes piernas cubiertas por una larga falda y más de cerca aún, unos excitantes tobillos descubiertos y abrazados solamente por la pequeña cinta que subía del zapato.

La gente le pagaba a la madre de Oscar para que les tradujera lo que el café quería decirles. Él jugaba con sus carritos guardando su distancia, intentando ser tan místico como su madre, tan callado y sombrío como pudiera ser. Siempre extraño el niño alejado sin intentar llamar la atención o ser protagonista de la historia.

Lo más extraño, inescrutable y misterioso de la historia siempre fue el porqué precisamente cuando María Elena Marqués estaba con su madre, al niño Oscar, sin lugar a erros, se le iban los carritos entre las patas de las sillas y tenía que meterse bajo la mesa a buscarlos... Tal vez nunca lo sabremos.