Tengo que aceptar que me excité cuando miré a dos gigantes azules sostener relaciones sexuales apasionadamente.
Lo anterior me ha causado un gran conflicto de identidad sexual. Me pregunto si estaré enfermo... ¿Será una desviación catalogada? ¿Estaré sólo en este gusto culposo que me ocasionan los personajes de ficción que viven en el año 2154 en un planeta llamado pandora?
Hoy en la mañana fui a ver Avatar y me pareció una película espantosa, sin embargo he de aceptar que las nativas larguiruchas, flacas y azules me parecieron sexys... Madres, si me siento como el coleccionista de comics de los simpsons.
Mi vida, ¿te podrías poner tu disfraz de Avatar en la noche cuando llegue de la oficina?
febrero 18, 2010
febrero 17, 2010
Tensión dramática
¿Alguna vez han asistido a un concierto de la filarmónica justo después de atragantarse en un bufete de comida china?
El resultado de hacer lo anterior es que te da mucho sueño.
Antes de entrar, estuvimos haciendo la digestión sentados en las escaleras de entrada a la Ollín, fumando, tomando coca y comiendo chocolates (bueno, yo nadamás, él se comió unos cacahuates), entramos a la sala diez minutos antes de las seis y Alex se quiso sentar hasta adelante, segunda fila. Quería ver las manos del pianista de cerca.
Todo iba muy bien, las llamadas, los aplausos, la música... Todo hasta que el sueño comenzó a acecharme, lo sentí avanzar desde la boca del estómago, subiendo lentamente por mi pecho, ralentizando mi respiración, abriendo mi boca, relajando los músculos del cuello, cerrando mis ojos lenta e inadvertidamente.
Por ahí del segundo movimiento del primer concierto, osea veinte minutos después, el sopor ya era insoportable... Cabeceaba de lado a lado sin poder evitarlo y me llenaba de vergüenza al pensar que los que estaba sentados atrás se reirían de mi pobre cultura musical. Que por otra parte si cierto que es bien pobre.
No podía hacer nada, me concentraba, me estiraba, abría los ojos, me acomodaba en el asiento y nada, cuando me daba cuenta otra vez estaba despertando a la mitad de un arpegio o entre pausa y pausa. ¿Qué pensaría mi sobrino? ¿Se desilusionaría de mí? Y la gente, ¿qué dirán los asiduos a la música clásica? Por un momento imaginé (o soñé) que me sacaban a patadas por deshonrar la memoria de Brahams, roncando entre el segundo y el tercer movimiento de su concierto para piano y orquesta No 1 en re menor, Op. 15.
Fue entonces cuando sucedió lo inesperado: Casi al final del Adagio, la última violinista sentada en la fila de los "primeros violines" comenzó a toser ligera pero constante mente sin poder detenerse. Dejó de tocar y comenzó a cubrirse la boca no por un sentido de salubridad pública sino tratando de acallar el sonido agudo y penetrante de su garganta descompuesta.
Valeri Nepomniaschi violinista contratada por el Gobierno del Distrito Federal para tocar en la Orquesta Filarmónica de la entidad, que además es homónima de una jugadora de fútbol de la selección rusa, tosía y se ponía cada vez más roja sin poder detenerse. Las miradas del público se centraron en ella, después las de sus compañeros y por último la del director que justo en ese momento conducía a los músicos por entre las notas más plácidas y calmadas de todo el concierto. Todos pianissimo y la rusa increchendo.
Vaya momento de tensión, de verdad la mujer no podía respirar y los idiotas a su alrededor seguían tocando sin hacer nada. En cualquier momento el director se detendría para pedir ayuda, o tal vez alguien del público subiría a golpearle la espalda.
Y nada, se le quitó la tos y de inmediato volvió a tocar, enrojecida, casi morada.
Lo que pudo ser una noticia internacional que coronara los encabezados de los diarios Rusos, terminó en la cosa más trivial del mundo, que seguramente fue motivo de una pequeña charla de 5 minutos en los camerinos y hasta ahí.
Pero para mí fue diferente, lo que le pasó a la señorita Nepomniaschi, para mí fue la prueba de que la tensión dramática funciona en todos los casos. No volví a cabecear en lo que restó del concierto de Brahms y todavía nos chutamos otro enterito de Schumann.
Ritmo cardiaco ligeramente acelerado, adrenalina en el torrente sanguíneo, sentidos alertas, actividad neuronal intensa, respiración acelerada, mejor oxigenación. Todo eso en unos instantes d tensión.
El resultado de hacer lo anterior es que te da mucho sueño.
Antes de entrar, estuvimos haciendo la digestión sentados en las escaleras de entrada a la Ollín, fumando, tomando coca y comiendo chocolates (bueno, yo nadamás, él se comió unos cacahuates), entramos a la sala diez minutos antes de las seis y Alex se quiso sentar hasta adelante, segunda fila. Quería ver las manos del pianista de cerca.
Todo iba muy bien, las llamadas, los aplausos, la música... Todo hasta que el sueño comenzó a acecharme, lo sentí avanzar desde la boca del estómago, subiendo lentamente por mi pecho, ralentizando mi respiración, abriendo mi boca, relajando los músculos del cuello, cerrando mis ojos lenta e inadvertidamente.
Por ahí del segundo movimiento del primer concierto, osea veinte minutos después, el sopor ya era insoportable... Cabeceaba de lado a lado sin poder evitarlo y me llenaba de vergüenza al pensar que los que estaba sentados atrás se reirían de mi pobre cultura musical. Que por otra parte si cierto que es bien pobre.
No podía hacer nada, me concentraba, me estiraba, abría los ojos, me acomodaba en el asiento y nada, cuando me daba cuenta otra vez estaba despertando a la mitad de un arpegio o entre pausa y pausa. ¿Qué pensaría mi sobrino? ¿Se desilusionaría de mí? Y la gente, ¿qué dirán los asiduos a la música clásica? Por un momento imaginé (o soñé) que me sacaban a patadas por deshonrar la memoria de Brahams, roncando entre el segundo y el tercer movimiento de su concierto para piano y orquesta No 1 en re menor, Op. 15.
Fue entonces cuando sucedió lo inesperado: Casi al final del Adagio, la última violinista sentada en la fila de los "primeros violines" comenzó a toser ligera pero constante mente sin poder detenerse. Dejó de tocar y comenzó a cubrirse la boca no por un sentido de salubridad pública sino tratando de acallar el sonido agudo y penetrante de su garganta descompuesta.
Valeri Nepomniaschi violinista contratada por el Gobierno del Distrito Federal para tocar en la Orquesta Filarmónica de la entidad, que además es homónima de una jugadora de fútbol de la selección rusa, tosía y se ponía cada vez más roja sin poder detenerse. Las miradas del público se centraron en ella, después las de sus compañeros y por último la del director que justo en ese momento conducía a los músicos por entre las notas más plácidas y calmadas de todo el concierto. Todos pianissimo y la rusa increchendo.
Vaya momento de tensión, de verdad la mujer no podía respirar y los idiotas a su alrededor seguían tocando sin hacer nada. En cualquier momento el director se detendría para pedir ayuda, o tal vez alguien del público subiría a golpearle la espalda.
Y nada, se le quitó la tos y de inmediato volvió a tocar, enrojecida, casi morada.
Lo que pudo ser una noticia internacional que coronara los encabezados de los diarios Rusos, terminó en la cosa más trivial del mundo, que seguramente fue motivo de una pequeña charla de 5 minutos en los camerinos y hasta ahí.
Pero para mí fue diferente, lo que le pasó a la señorita Nepomniaschi, para mí fue la prueba de que la tensión dramática funciona en todos los casos. No volví a cabecear en lo que restó del concierto de Brahms y todavía nos chutamos otro enterito de Schumann.
Ritmo cardiaco ligeramente acelerado, adrenalina en el torrente sanguíneo, sentidos alertas, actividad neuronal intensa, respiración acelerada, mejor oxigenación. Todo eso en unos instantes d tensión.
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Filarmónica,
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Valeri Nepomniaschi
febrero 16, 2010
La comida china en el 2010.
Salí del metro chabacano el jueves pasado con dirección a mi nuevo hogar, todavía reconociendo las fachadas, las calles, los puestos y a las personas. No he llegado al punto de integración con mis rutas cotidianas en el que pueda concentrarme en mis pensamientos y caminar en automático, todavía mi atención le pertenece a la calle.
Avancé apenas unos veinte metros mientras miraba, como siempre lo hago, al interior de todos los puestos de comida que se me cruzan en el camino cuando pude ver un espectáculo maravilloso que capturó de inmediato mi atención.
Me detuve de golpe frente a un puesto blanco de lámina del que colgaban algunas cartulinas naranjas anunciando "comida china", "arroz frito" y "deliciosos rollos primavera". Dentro del puesto un chino joven, un wok gigante, arroz, algunos guisados y mogollón de rollitos. Afuera, sentada en un banco alto, una señora que portaba uniforme de "servicio de limpieza empresarial" comía con palillos algo de arroz frito y lo que parecía ser un delicioso guiso de pollo con verduras.
Con una sonrisa estúpida en el rostro, levanté la mano ligeramente y saludé al chino que sin dudarlo un instante, sonrió de vuelta y dijo con un claro acento de no más de seis meses en el país, la palabra más maravillosa que he escuchado de un oriental:
- ¡Pásele!
No pude más que pasarle, era imposible no hacerlo.
Sin darse cuenta, ese chino había penetrado en lo más profundo de la cultura alimenticia de la ciudad. Con una sola palabra mal empleada me dio a entender que sabía lo que hacía. No dijo "acérquese" ni "buenas tardes", dijo "pásele" sabiendo perfectamente que no hay ningún lugar a donde pasar. Demostró ser un conocedor de las artes de la comida callejera.
Pasé y compré un par de rollitos primavera mismos que me sugirió, con un pésimo español, aderezara con una salsa agridulce que la señora de la limpieza me pasó al instante. Le di las gracias y la miré agacharse de vuelta sobre su plato, así como se encorva uno para poder comer pancita o birria sin que se caiga.
Los devoré mientras caminaba a la casa, estaban bastante buenos y tenían un sabor fuerte a jengibre que denotaba que este hombre no llevaba mucho tiempo cocinando en el D.F.. Los cocineros chinos (y de otros lados también) en el extranjero dejan de preparar las cosas de manera tradicional y tienden a limitarse a los ingredientes más populares en la cultura donde se encuentran.
Creo que tendré que ir pronto otra vez, antes de que la opinión popular lo obligue a preparar masa con salsa agridulce, antes de que se encuentren puestos de comida china en cada esquina, antes de que la gente deje los tacos por el chop suey, antes de que los chinos vendan tacos de costillitas con arroz frito y los taqueros le pongan salsa agridulce al pastor, antes de que encuentre a un grupo albañiles sentados en el camellón tomando té de jazmín y que las familias de limosneros pidan "pa´un wong tong".
Llámenme loco pero estoy completamente seguro de que una nueva era se aproxima, ya miro los artículos sospechosistas donde se denunciará la desaparición de los patos del lago de chapultepec y los comerciales de productos "anti bacterianos" que usarán la imagen de los niños comiendo chow mein sin lavarse las manos atendidos por un chino sudoroso en un puesto insalubre. Imagino las miles de maneras en que se mezclará la soja con el maíz y crearán los nuevos platillos que dentro de 100 años aparecerán en los comerciales de televisa para el tricentenario de la revolución alardeando que son "orgullosamente mexicanos".
Mañana desayunaré con el chino y preguntaré su nombre, le sugeriré que a todos los clientes les diga güeros y al final le diré
谢谢 carnal.
Avancé apenas unos veinte metros mientras miraba, como siempre lo hago, al interior de todos los puestos de comida que se me cruzan en el camino cuando pude ver un espectáculo maravilloso que capturó de inmediato mi atención.
Me detuve de golpe frente a un puesto blanco de lámina del que colgaban algunas cartulinas naranjas anunciando "comida china", "arroz frito" y "deliciosos rollos primavera". Dentro del puesto un chino joven, un wok gigante, arroz, algunos guisados y mogollón de rollitos. Afuera, sentada en un banco alto, una señora que portaba uniforme de "servicio de limpieza empresarial" comía con palillos algo de arroz frito y lo que parecía ser un delicioso guiso de pollo con verduras.
Con una sonrisa estúpida en el rostro, levanté la mano ligeramente y saludé al chino que sin dudarlo un instante, sonrió de vuelta y dijo con un claro acento de no más de seis meses en el país, la palabra más maravillosa que he escuchado de un oriental:
- ¡Pásele!
No pude más que pasarle, era imposible no hacerlo.
Sin darse cuenta, ese chino había penetrado en lo más profundo de la cultura alimenticia de la ciudad. Con una sola palabra mal empleada me dio a entender que sabía lo que hacía. No dijo "acérquese" ni "buenas tardes", dijo "pásele" sabiendo perfectamente que no hay ningún lugar a donde pasar. Demostró ser un conocedor de las artes de la comida callejera.
Pasé y compré un par de rollitos primavera mismos que me sugirió, con un pésimo español, aderezara con una salsa agridulce que la señora de la limpieza me pasó al instante. Le di las gracias y la miré agacharse de vuelta sobre su plato, así como se encorva uno para poder comer pancita o birria sin que se caiga.
Los devoré mientras caminaba a la casa, estaban bastante buenos y tenían un sabor fuerte a jengibre que denotaba que este hombre no llevaba mucho tiempo cocinando en el D.F.. Los cocineros chinos (y de otros lados también) en el extranjero dejan de preparar las cosas de manera tradicional y tienden a limitarse a los ingredientes más populares en la cultura donde se encuentran.
Creo que tendré que ir pronto otra vez, antes de que la opinión popular lo obligue a preparar masa con salsa agridulce, antes de que se encuentren puestos de comida china en cada esquina, antes de que la gente deje los tacos por el chop suey, antes de que los chinos vendan tacos de costillitas con arroz frito y los taqueros le pongan salsa agridulce al pastor, antes de que encuentre a un grupo albañiles sentados en el camellón tomando té de jazmín y que las familias de limosneros pidan "pa´un wong tong".
Llámenme loco pero estoy completamente seguro de que una nueva era se aproxima, ya miro los artículos sospechosistas donde se denunciará la desaparición de los patos del lago de chapultepec y los comerciales de productos "anti bacterianos" que usarán la imagen de los niños comiendo chow mein sin lavarse las manos atendidos por un chino sudoroso en un puesto insalubre. Imagino las miles de maneras en que se mezclará la soja con el maíz y crearán los nuevos platillos que dentro de 100 años aparecerán en los comerciales de televisa para el tricentenario de la revolución alardeando que son "orgullosamente mexicanos".
Mañana desayunaré con el chino y preguntaré su nombre, le sugeriré que a todos los clientes les diga güeros y al final le diré
谢谢 carnal.
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